El padre de Wallada fue el undécimo califa de al-Andalus de 1024 a 1026, cuando fue asesinado. Ella vive el inicio de la decadencia y desaparición del dominio Omeya y la guerra civil con la división en múltiples reinos. Se permitió traspasar las líneas de comportamiento marcado en la época para mujeres de su linaje, convocando salones literarios y componiendo poesía y sátiras. Murió en 1091, día que conquistaban los almorávides Córdoba. Fue testigo de toda la caída de al-Andalus.
NOTA DE LA AUTORA: Me veo obligada a hacer una aclaración antes de comenzar con el relato. Debemos tener en cuenta que los datos en general de las mujeres árabes biografiadas son muy escasos ya que el aparecer nombradas chocaba frontalmente con una sociedad que les exigía pudor y decoro, manteniéndolas aisladas en el espacio de la vida privada de los hombres. De hecho sus voces se oye siempre a través de los hombres, que si les ceden un apartado al final de sus obras, también se reservan la posibilidad de manipularl esas voces para sus propios fines.
En el caso de Wallada, la mayoría de los detalles que se cuentan de su vida pertenecen al ámbito del mito y la leyenda. Es muy difícil encontrar fuentes fiables. En Internet hay muchísima desinfomación, incluso confundiendo personas muy distintas, por tener el mismo o similar nombre. Me parece relevante hacer esta nota porque si algunos lectores investigan, van a encontrarse con datos contradictorios con lo que aquí escribo.
Me gustaría señalar que los cuentos narrados por Wallada se van a construir a partir de la información aportada por las pocas fuentes que conocemos de la misma época (no de siglos posteriores), y que están estudiadas por María Jesús Viguera o Teresa Garulo Muñoz, entre otros, especialistas en poesía y en las mujeres de ese periodo. En sus trabajos desnudan a Wallada de tópicos, destacando que fue sin duda una mujer adelantada a su tiempo, de fuerte personalidad, pero no hay pruebas de que fuera la devora hombres de sexualidad libre y abierta, con ambos sexos, que no llevaba velo (hiyab), o que se enfrentaba continuamente a los hombres.
A partir de una obra aparecida tres siglos más tarde en Egipto, se ha terminado construyendo un personaje muy alejado de la realidad del momento, y ya en los últimos treinta años se la ha dibujado desde un punto de vista poco ajustado a lo que era la vida en la época, y más como una mujer liberada del siglo XX (1). Y sin más preámbulo, Wallada nos empieza a narrar:
Me ha tocado vivir en plena decadencia. Me describieron desde pequeña el esplendor de al-Andalus, de Córdoba y de sus palacios. Y yo sólo he vivido golpes de estado sinfín de Omeyas de baja estofa (2): ninguno ha sido digno sucesor del primer califa o, si nos vamos más atrás, del valiente sabio que inició todo huyendo desde Damasco, Abderrahman I “el inmigrante”.
No puedo quejarme de mi vida. Las mujeres de mi condición en esta época son silenciadas y escondidas. Pude permitirme el ser imprudente y crucé líneas que ninguna mujer se había atrevido a traspasar. No he comprendido nunca que si la poesía me gustaba, fuese una afrenta dedicarme a ella y entrar en tertulias con otros poetas. Nunca se me perdonó el componer versos conjuntamente con otros poetas. Y lo que es más importante, superar a los más distinguidos. Yo misma hice que hablaran de mí, y esa es la peor de las imprudencias que una mujer pueda tener. La otra era, sin lugar a dudas, no casarme y mostrar sin remilgos, la cultura y el conocimiento que poseo.
Menos mal que el mediocre de mi padre tenía una fortuna que me permitió vivir sin tener que entregarme a un matrimonio. Pero para la Córdoba de los cánones siempre seré la furcia que abre su casa para lecturas poéticas y filosóficas. Aún cuando cumplo la etiqueta que me corresponde por mi linaje y estirpe, y guardo una conducta irreprochable, se habla de mí. Y en esta sociedad si se habla de una mujer, nunca es para bien. Todas debemos hacer lo que se nos exige siendo de buen linaje: llevar el velo para no ser reconocidas, rodearme de esclavas que me oculten a la vista de la gente cuando voy a rezar a la mezquita, y si veo a algún hombre, retirarme de inmediato asustada para que no pueda componer versos sobre mí, o Dios no lo quisiera, me fuera a nombrar alguna vez (3).
Me he negado siempre a tal denigración de mi inteligencia. La poesía amorosa siempre ha supuesto un peligro para nuestro honor. Y yo nunca he dejado de preguntarme por qué. Cuál podía ser el problema de que te dedicaran versos elogiosos. Y sencillamente el problema es que te asignasen amantes, provocando que se te repudiase. Pero, muerto mi padre, no tenía a nadie que me pudiera repudiar. Tenía a mi familia que me protegía, pero nadie que me pudiera repudiar. Y yo podía seguir la norma, pero me gustaba demasiado la cultura y la poesía y no iba a quedarme sin mis tertulias.
Además ha sido también mi manera de rebelarme en la situación cambiante que existe, en la que no hay poderes legítimos. Porque no hemos tenido a ningún líder legítimo y fuerte desde hace mucho. Tiene razón mi querido Ibn Hazm, mi protector y mi maestro, cuando define al mediocre de mi padre como el peor califa. No deja de producirme risa que eligiera como nombre al acceder al trono “el que se satisface con Dios”, cuando no cejó de estar detrás de intrigas y sólo buscaba la acaparación de poder y el título de califa. Hipócrita y cobarde, su huida es de tal torpeza que lo encontraron y lo mataron. No perdió el mundo nada valioso desde luego. Y quizás su vida sólo fue realmente útil para mí, al darme una posición cuando dejó embarazada a mi madre, una esclava.
Hoy miro atrás y veo cómo su fortuna y estirpe me sirvieron para no tener que ser una mujer más de la nobleza, escondida a los ojos de todos, ni depender de ningún hombre y tener protección que me permitían ciertas excentricidades. No viví el esplendor de mi linaje, de lo Omeyas. No llegué a ver sus grandezas. Sólo he podido ser testigo de su declive y hundimiento, de la rotura en trozos de lo que fue al-Ándalus. Hasta pude ver cómo el último califa omeya era eliminado y reemplazado por otro gobierno. Y como guinda de este final dramático, Córdoba, la que fuera la ciudad más grande jamás conocida, está asediada ahora mismo por tropas enemigas, bárbaros del otro lado del mar, los almorávides. Y no podrá aguantar mucho más. Y yo tampoco.
(1) Mujeres de al-Andalus de Manuela Marín analiza este problema.
(2) Tras tres siglos de esplendor, el siglo XI se caracteriza por gobiernos inestables que duran pocos meses entre golpes de estado, una guerra civil sin término, confusión y continuos enfrentamientos entre los Omeya y distintas facciones y ramas de la dinastía.
(3) Sobre etiqueta y costumbres de la mujer de la época, recomiendo leer el artículo de Teresa Garulo Muñoz